Autor: @arquitectoxhora

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Llevando a mis abuelos por Europa

El domingo 21 de Diciembre de 1997, no se me va a borrar nunca de mis retinas. Temprano, cargamos las pocas cosas en el auto y abrigados, partimos hacia Ponte Ledesma. Serían unos 25 minutos de viaje y la ansiedad y emoción a flor de piel nos imposibilitó disfrutar del paisaje maravilloso de esa carretera de mano única que nos adentraba en la Coruña profunda de ocres y verdes apagados por el invierno. Pasamos 2 o 3 caseríos y finalmente llegamos a nuestro objetivo. Antes de cruzar el puente, frené, me dí vuelta, observe y les pregunté a mis abuelos si estaban preparados y ante su firme respuesta, a pesar a sus ojos vidriosos, detrás de los vidrios de los anteojos, dejé bajar el auto por la calle hasta llegar al puente medieval construido por primera vez con piedras de una cantera cercana en 1574. Año 1997, una tarde de domingo cualquiera, la familia sentada en la mesa de la casa de mis abuelos, alrededor de rondas de mate y pan dulce casero. Mi abuelo, panadero desde que tuvo fuerza para levantar una hogaza, hacía la mejor rosca de pascua y pan dulce de la zona. A decir verdad, nunca probé sus productos comerciales, pero mi vieja me cuenta que eran muy populares pero por una característica especial. Mi abuelo, argentino, pero que a los 3 años se volvió solo en un barco a la España natal de sus padres, para estar junto a su madre, mientras su padre se quedaba acá para poder trabajar más y así poder mantener a la familia del otro lado del charco, era daltónico. Y lo que hacía particular a las roscas y panes dulces, además de su sabor, al parecer eran sus colores. Nunca los colorantes de las masas o cremas pasteleras eran los que correspondían. Sobre el mostrador, me cuenta mi tío, había roscas de pascuas con cremas pasteleras rosas, verdes, celestes y violetas, sobre masas amarillas, rojas o azules. El pan dulce, también era coloreado a gusto del maestro panadero que los veía a todos más o menos iguales. Nunca fue una cuestión de marketing, es más, mi abuelo se enojaba con quien le marcaba que dos roscas eran de distinto color, porque él las veía iguales. Bueno, vuelvo a esa tarde, con mi primo Juampi, planeábamos en qué invertir esos pesos que ganábamos atendiendo el video club del barrio y surgió la idea de ir a conocer el pueblito del abuelo.  Todo fue como una bola de nieve, a las dos semanas sin sacar muchas cuentas, habíamos sacado 4 pasajes, para ir con nuestras hermanas. Viaje de primos, los cuatro por primera vez a Europa. Luego un problema de mi prima y por consejo de mi madre, el cupo femenino de la travesía se frustró. Eran demasiado peso, dos chicas de 16 y 17 años, para dos hermanos mayores de 19 y 20 cada uno. Se nos ocurrió entonces, qué mejor que ir con los abuelos a recorrer el pueblo que él tuvo que abandonar a sus 18 años, para volver y hacer el servicio militar en Su Argentina, como siempre decía, y al que nunca pudo volver, siquiera para conocer a sus 2 hermanos que allí quedaron. Los pasajes los cambiamos sin problemas y apenas restructuramos un poco el viaje para que no les sea muy pesado, a dos abuelos de 78 y 70 años, persiguiendo a sus dos nietos mayores. Sería un mes recorriendo menos ciudades, pero con foco especial en Ponte Ledesma, el pueblito de apenas 280 pobladores, que supo llegar a 600 en sus años de apogeo, a 40km de Santiago de Compostela y que está en el límite entre La Coruña y Pontevedra. Partimos los 4 desde Ezeiza un sábado de diciembre con 40 familiares despidiéndonos en el hall principal y con miles de recomendaciones a cuestas. Llegamos a Madrid a la mañana del 14 de Diciembre con mucho frio, pero bien preparados y enseguida nos fuimos  para el hostel que habíamos elegido por la guía Let´s Go Europe! Durante 3 días, recorrimos Madrid junto a una sobrina de mi abuelo que vivía allí. Ella, de pura rebeldía, nos llevaba de “colados” por toda la red de metro de la ciudad, haciendo creer a mis abuelos que allí “en el primer mundo, el transporte era gratis”. La habíamos contactado para que nuestra llegada a Ponte Ledesma fuera de sorpresa, pero no tanto, por temor a que alguno de los mayores de la familia, la quede ahí mismo… La idea fue que no lo supieran los hermanos de mi abuelo, que contaban 70 y 65 años, pero sí sus hijos para que organicen las habitaciones y todo para nuestra estadía. Los “tíos de Ponte Ledesma” siempre creyeron que a los que recibirían para las fiestas, serían a sus nietos de Madrid. Con un flamante auto alquilado, partimos hacía Toledo, donde hicimos noche en un hotel, con medio pueblo de joda en las calles, porque empezaban las vacaciones por las fiestas de los estudiantes. Para caminar, había que esquivar cuerpos embriagados hasta más no poder, como jamás habíamos visto en Argentina. Dos días después, llegamos a Santiago de Compostela y su famosa Catedral, la que mi abuelo, luego de más de 60 años, la recordaba “bastante más grande”. Pasamos una noche en un hostel, también entre fiestas de fin de curso de los estudiantes, donde un andaluz, de tan borracho, equivocó  el piso de su habitación y nos abrió y golpeó la puerta varias veces durante toda la noche y al bajar por la mañana encontramos durmiendo en las escaleras. -“Si subía un piso más, llegaba a su habitación, pero no hubo forma”- se disculpó el conserje con nosotros por las molestias ocasionadas. Los abuelos, ni se enteraron. Con lo mucho que los hacíamos caminar, dormían como bebes…  Cabe aclarar en éste punto que mis abuelos, además de ser personas inmensamente especiales para nosotros, se mantenían bien lúcidos, escuchaban bastante bien, y tenían muy buena movilidad

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