Un viaje a la tierra de las descuartizadoras
De boca en boca nos llegó finalmente la información. A las siete de la mañana en el mercado principal de la ciudad. Más precisamente en el puente. Un hombre nos iba a buscar. Nos bajamos de la guagua poco antes de la hora pautada. Tenía la panza revuelta por el olor a pescado frito del desayuno que se tomaba en la abarrotada parte central del mercado. Desconfiando de la citación, que parecía sacada de una película de narcos, pensé en las ventajas del no encuentro: iba a recorrer el mercado en su hora pico y hacer la experiencia del manjar marino. Alguna aventura había que improvisar. Pero, contra todo pronóstico, el hombre llegó. Mínimo, justo, nos hizo una seña que entendimos y obedecimos. Bajamos por el puente y un grito corpulento y agudo nos sacudió de la hipnosis con la que seguíamos a nuestro líder. Era nuestro contacto: la palenquera que, presumida, nos presentaba a Carlos. A las siete y cuarto ya hacían cerca de treinta grados. El camino se volvía cada vez más salvaje y la bachata se ponía profunda a medida que nos adentrábamos en las calles de tierra del paisaje bananero. Los pasajeros, comerciantes de precisión genética en el movimiento, subían a la guagua cuyo pedal de freno no fue ejecutado a tope sino solo hasta que llegamos a su destino final: San Basilio del Palenque. Ya en el bus se notaba que hablaban distinto, no era castellano pero tampoco podía identificar de qué lengua se trataba. En un inútil intento por descifrar la etimología de las palabras, me dormí con el romance bachatero de fondo que era canción de cuna para mí a esa hora de la mañana. Cuando desperté, estaba en Ghana. El dialecto, comprendí, era el tránsito a este mundo. No sé si era el sol o alguien había cambiado las formas y la paleta del paisaje. Estaba claro que ya no estaba en Colombia: casas saturadas de colores, con guardas de rayas o flores que parecían pinturas rupestres en contraste con el fondo, techos de chapa combinados con paja, calles de polvo en nubes surcadas por la guagua y el trote de los chiquitos que competían con la velocidad del vehículo. La tenían clara: llegaban las golosinas… y los turistas. Mi chico armó rápidamente un picadito con los niños en la plaza, pero uno de ellos se cruzó y me invitó con la mirada. Yo lo seguí: la obediencia era la consigna del día. Frente a la plaza, las encontré. No sé de qué habrían estado hablando, pero seguramente era algo divertido. Su risa era musical y componía una perfecta imagen con sus dientes blancos. Estaban asomadas a una ventana de madera que parecía el marco verde de un cuadro africano. Tal vez buscaban la brisa que, aseguro, nunca llegó al menos ese día. Sonaban Aventura y algunos tambores que se mezclaban con las motitos que iban y venían y con los gritos de los chicos que peloteaban enfrente. Aunque saludé con cierta timidez irreconocible en mí, ellas me recibieron con alegría. En ese lugar es imposible otro estado de ánimo, intuí. Ahí no llegan los turistas, me dijo la más atrevida de las tres, me preguntó a qué habíamos ido. Sabía que yo no estaba sola. Le conté que traía un documental que un colega había filmado hacía unos años en el pueblo. Le dije su nombre y un resumen de la película. Ella recordaba todo muy bien, asentía con la cabeza y completaba mis frases adivinando la próxima palabra. Digo que ella realmente se acordaba de todo, con detalle, pero sobre todo de él, mi colega: el director. Estaba claro que buscaba complicidad femenina en mí que –por supuesto– encontró en menos de 3 segundos. Las otras dijeron algo indescifrable en el dialecto palenquero y, aunque no supe exactamente de qué se trataba, no me quedé afuera. Ya éramos amigas: entonces solo nos separaba una ventana. Entonces. Me acerqué y les pregunté qué estaban haciendo mientras exploraba visualmente y sin querer el escenario, porque yo no buscaba lo que encontré. La imagen llegó antes que la palabra: un tablón sólido contra la pared de la ventana, un mantel de hule pegajoso y agrietado, una masa amorfa de carne oscura. Sangre, mucha sangre, moscas y un caparazón prehistórico. No pude sostener la mirada y en un acto reflejo me volví sobre mis pasos. Se dieron cuenta de mi reacción e intentaron justificar la carnicería mientras yo me esforzaba por disimular mi espanto. Lo que era natural para ellas no dejaba de ser un horror para mí. Me quedé afuera –ahora sí– y me acordé de OUT, una novela japonesa, en la que dos mujeres se dedicaban a desaparecer cuerpos entregados por la mafia del juego. La descuartización es cosa de chicas. Es un trabajo que, más que fuerza, requiere inteligencia y concentración, trabajo fino, de costurera de vestidos y botones bien forrados, que entiende de cortes y articulaciones. Sí, cosa de chicas, que escuchan bachatas de amor mientras esperan a turistas para seducir con sonrisa mágica y cuchillo en mano. No sé si fue para medirme o para provocarme a causa de mi reacción poco educada, pero una de ellas –la más joven– le hablaba a mi chico, que había vuelto a buscarme y al que yo no había registrado a mi lado, y le decía si no quería un hijo mulatito. Como Lenny Kravitz. Atrevida, zorra. Él reía. Yo tenía un cuchillo en los ojos y otro muy pero muy cerca. Las tres se fueron para adentro. Mi novio, envalentonado por el piropo y sabiendo que no le saldría gratis la risita de consentimiento, con astucia anuló la posibilidad de tematizar lo que acababa de suceder y cruzó por la tangente. Sabiendo de mi debilidad por las iglesias y los cementerios, me dijo que, aun siendo viernes, la iglesia estaba abierta especialmente para nosotros, que habían pasado meses que no se escuchaba castellano ahí y que el cura estaba