No lleguen a Venezia de noche
No lleguen a Venezia de noche, o sí, si les encanta sentirse en una película de terror en la que en cada esquina de la ciudad laberíntica pueden sorprenderlos todo tipo de monstruos y aparecer criaturas marinas mitológicas a devorarlos. No tendríamos que haber llegado de noche. El avión que nos llevaba desde Madrid se atrasó y lo que prometía ser un paseo por el Gran Canal admirando la belleza de “la Serenissima” al anochecer, se transformó en una escena de película clase B de terror, italiana. Desde el aeropuerto habíamos contratado una combi que nos llevó hasta un embarcadero donde ya se empezaba a sentir Venezia: góndolas, lanchas, esos pilotes coloridos y agua, mucha agua. Subimos a la lancha sin problemas pero ya notamos uno de los “temitas” con los que íbamos a tener que lidiar: Los choferes de taxis acuáticos no hablan otros idiomas. O se niegan o no saben, pero es realmente un tema. La navegación transcurrió primero por aguas bastante abiertas, con luces en la costa y a lo lejos. Oscuridad. Aguas negras. Mi compañera de viaje dentro de la lancha, sentada, yo al frente tratando de percibir todo a mi alrededor. Luego, poco a poco, empezaron a aparecer edificios iluminados. Lo que debería haber sido una grandiosa Iglesia del Siglo XVI en su esplendor se transformaba en un escenario tenebroso con largas sombras y rodeada de la negrura del agua. El maravilloso museo que tenía una silla con un paquete de cigarrillos enorme en su puerta como promoción de una muestra parecía esa noche la casa de un gigante que iba a salir a tomar una cerveza y sentarse en esa silla. El viaje que recién comenzaba con mi ex suegra (ahora ex) de 65 años y operada el año anterior de la cadera, tenía varias condiciones impuestas por ella, quién pagaba: no caminar mucho, no museos (porque ella ya había estado en Venezia hacía muchos años y ya los había visto, decía) y por supuesto todos los traslados pagos para no cargar valijas ni una cuadra. Cuando el paseo por el canal de la eterna noche terminó en un embarcadero frente a la mismísima Piazza San Marco, vacía y hermosa hasta de noche, el chofer nos dijo en italiano que allí nos dejaba, que el hotel al que íbamos no tenía embarcadero y no se podía llegar así que íbamos a tener que caminar. El horror en la cara de mi suegra ahora si se correspondía con el mío al ver el canal de noche. Llamada mediante, tratando de ver bajo algún farol los vouchers, a los 15 minutos vino un gentil camarero que cargó nuestras valijas en un carro enorme (en los días posteriores vería cientos como ese porque pocos hoteles en Venezia tienen embarcadero) y caminamos detrás de él. La caminata de 6 o 7 cuadras no hubiera sido tan desastrosa si mi suegra no hubiera bufado a cada paso. El cansancio del vuelo desde Buenos Aires y el retraso del avión ya nos habían desmoralizado del todo y cada pequeño puente con escaleras era un suplicio y no una belleza. Al llegar al hotel resultó que no tenían habitación para nosotras por un error y alguien vino a buscarnos y nos llevó amablemente a otro hotel a una cuadra que, como muchísimos hoteles en viejas ciudades, no tenía ascensor. Cuando por fin nos instalamos en la habitación eran casi las 10 de la noche y resultaba que no había casi nada abierto para cenar en los alrededores y mi suegra se negaba a caminar en busca de algo mejor, así que siguiendo el consejo del conserje (que nos vio cara de pudientes) fuimos a un pequeño restaurant a 1 cuadra, con puentecito de por medio, obvio, en el que pagamos carísimo y me sirvieron el peor tiramisú del planeta. Dormimos. A la mañana siguiente salí a la puerta de la Casa Nicolo Priuli, nuestro hotel, luego de una charla con Rosano, mi tocayo veneciano que nos había trasladado desde el otro hotel, y todo cobró sentido. Era un día de sol radiante, el canaletto que corría frente a la puerta era mínimo y todo era bello. Los colores estallaban frente a mis ojos, los edificios antiquísimos eran maravillosos, no lúgubres. Los dos días que siguieron hasta que abordamos el crucero que nos llevó a otra aventura fueron inolvidables, y los otros dos a la vuelta del crucero me hicieron una fanática de una de las ciudades más bellas del mundo. Si alguien me pregunta sobre Venezia no suelo contar esta parte del viaje, solo hablo maravillas, sus bellísimas e intrincadas calles, las piazzas, la arquitectura, Burano, los helados, los Bellinis, que se recorre fácil, que brilla bajo el sol, que todavía está allí el ghetto judío en el que se inspiró Shakespeare, que a la Piazza San Marco hay que ir al amanecer cuando no está repleta de turistas y más. Pero mi mejor consejo sigue siendo este. Repitan todos: No lleguen a Venezia de noche. Tip: Muchos edificios en Venezia solo tienen una pequeña vereda alrededor y luego todo es agua, tal vez una larga caminata y muchos puentes con escaleras te lleven ahí, pero a veces no hay otra forma de llegar que no sea en lancha, taxi acuático o traghetto. El vaporetto, que es el colectivo acuático, tiene paradas y diferentes recorridos, pero no se detienen en cada esquina como el bondi, capisce. Por @RousPolite