New York City 2000 – El mundo cambió
En febrero del año 2000 tuve la oportunidad de pasar tres semanas en New York. Un viaje que hoy no se podría repetir, por varias razones. Para empezar, subí al avión con una pasta de dientes, algo que hoy está prohibido por los peligros que conlleva. De hecho una vez un amigo rellenó uno con wasabi. Otros motivos por los que ese viaje sería irrepetible: fumé en el aeropuerto, ingresé a los EEUU sin visa, fui a una fiesta en el piso 106 de las Torres Gemelas e incluso, en el vuelo de regreso hice algo por lo que hoy sería ultimado a balazos en el acto: luego de pasar tres veces por el detector de metales sin poder evitar que ese endemoniado aparato dejara de chillar a pesar de haberme quitado el cinto, el aro, un pin, el reloj y todo lo que llevaba en mis bolsillos, le comenté al policía: “No sé, debo haberme tragado una bomba”. Se rió. El viaje fue bastante extraño: durante casi toda mi estadía dormí en un garaje junto a otras 22 personas. Fue el hostel más económico que pude conseguir en la gran manzana, el “Chelsea Center”, en la 22st y la 7ª Av. Sólo alterné mi estadía de rata subterránea para -de forma bastante inesperada- pasar la noche en un lujoso semipiso cerca del Central Park con una mujer algo más grande que conocí en un bar al que había ido con mis amigos hosteleros. Por el resto, nunca dejé de ser un turista pobre. De hecho solía comer en la calle, ya que el poco dinero del que disponía lo usaba para ir a algún bar y con suerte ver alguna banda de jazz o blues tocar en vivo. En una de esas noches me tocó ver en vivo a Al Di Meola en el Blue Note. La temática no podía ser mejor: Homenaje a Piazzola. El lugar estaba repleto de cincuentones de mucha plata en las mesas y algunos jóvenes como yo, mirándolo desde la barra. La banda de Di Meola era tremenda y tocó muchos temas que él había escrito para Piazzola –al que nombró varias veces como “mi amigo Astor”-, cerrando el show él solo con su guitarra haciendo una versión emocionante y desgarradora de Adiós Nonino. Después del show me quedé charlando con alguno en la barra y me terminé mi Guinness ya caliente. Salí a fumar un cigarrillo a la calle, y el amigo de Astor estaba en la puerta conversando con sus músicos. Se me acercó y me ofreció una moneda de 25c a cambio de que le convide un Camel. Hicimos trato. No estaba como para andar regalándole cigarrillos a nadie. Durante el día, caminaba. Caminaba, caminaba y caminaba. Mucho y por muchos lugares, mucho tiempo, muchas horas. El frío helaba esos dos centímetros cuadrados de cuerpo que no había conseguido tapar. A pesar de haberme criado en Bariloche, nunca en mi vida había sentido tanto frío. En algún momento llegué a pensar que tanto las bajísimas temperaturas de invierno como el exceso de calor en verano, son los que en verdad convirtieron a los neoyorquinos en los seres más consumistas del mundo. Yo mismo me descubrí entrando a un negocio con la excusa de husmear un poco, sólo porque ya no soportaba el frío. Y salí con una remera que no necesitaba. En una de las caminatas junto con un chileno –compañero del hostel- y una española residente que habíamos conocido en la fiesta de las Torres Gemelas, cruzamos el puente de Brooklyn. El viento te volteaba. La temperatura ahí debía estar como 10 grados menos que en el resto de la ciudad. A mitad de camino nos quedamos mirando desde ahí la estatua de la Libertad. Desde lejos y en medio de la grandeza de la ciudad, se la veía mínima. Como una diminuta muñeca de porcelana en medio de un aparador repleto de grandes trofeos. Mi comentario fue el de tantos otros la primera vez que la ven: “Me la imaginaba más grande”. La chica española me respondió: “Si… es la síntesis de la libertad americana: parece enorme, pero cuando vives aquí notas que no es tan grande como creías”. Ella trabajaba en una de las oficinas de las Torres Gemelas. Ni me acuerdo su nombre, pero desde el 2001 me pregunto si seguirá viva o no. En otras de mis caminatas, recorría el lower Manhattan con mi gamulán negro, gorro de lana, y un importante aspecto desarrapado, cuando me encontré con un grupo de tipos jugando hockey sobre patines en una cancha de cemento. De no haber estado ubicada en ese lugar, bien hubiera pasado por una canchita de fútbol 5. Uno de los jugadores vestía el conjunto completo de algún equipo profesional: buzo oficial, pantalón oficial, casco oficial, guantes oficiales… todo en un color verde oscuro y blanco. Los futboleros sabemos que el que va a jugar un picado con el equipo completo generalmente es un burro. Pero este tipo no jugaba mal. Y a pesar de ser muy alto, se le veía bastante agilidad para moverse. Físicamente se parecía mucho a Tim Robbins, que lo tenía presente por interpretar a aquel productor de Hollywood de una de las mejores películas Robert Altman: The Player. Días después, hojeando una revista estilo “Paparazzi” que había en el hostel, me encontré con una pequeña foto de ese mismo tipo, vestido con la misma ropa, parado en el mismo lugar y un epígrafe que decía algo así como “Tim Robbins, playing Street Hockey in Manhattan”. Volví siendo otra persona de ese viaje iniciático por NY. Nadie vuelve igual después de visitar una ciudad así por tantos días. En ese tiempo viví muchas otras historias que podría seguir contando. Cómo volver con un disco autografiado de AC/DC y haberle dado la mano a Angus sin que me baje la presión, visitar un club nocturno de strippers donde un tipo le tiraba fajos de ¡de $50 y $100 dólares a