Autor: @grismetalizado

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Mi Tokio es… Cartagena

La cosa ya empezó torcida. No fue un destino elegido, Copa me dio dos vouchers por un equipaje que demoró dos días en llegar a Panamá –hubo que comprar ropa nueva allá, lo cual después del comprensible momento de IRA estuvo buenísimo por la enorme oferta del Multiplaza- y, ya de regreso en Buenos Aires, en una mediación resolvimos zanjar el reclamo con esos vouchers que, no recuerdo si por el monto o por otra razón, permitían viajar ida y vuelta a cualquier destino sudamericano. Creo que hubo que poner algo mas de dinero, eso no lo recuerdo, pero se que el origen de ese viaje fue darle uso a los vouchers. Sugerencia de mi ex esposa, vayamos a Cartagena que no conocemos. Compró un booklet de Lonely Planet y, a la lectura, parecía un destino ideal. Historia, playas y paisajes paradisìacos, que mas? Enfilamos para Cartagena. No puedo decir honestamente que el lugar sea desagradable ni mucho menos. Efectivamente, playas largas, extensas. Un casco amurallado que atesora siglos de historia. Para una feria de turismo, una presentación impecable. La cuestión es que, para ir al punto, la playa en Cartagena es dominio de los vendedores ambulantes. Y la queja no es de gordito burgués que no quiere que le tapen el sol en la playa mientras está tirado en la arena. Realmente, es imposible permanecer en la playa sin que aparezcan dos o tres vendedores ambulantes de baratijas, ostras, remeras, lo que se te ocurra. Te rodean, te hablan uno sobre otro, te quitan la energía vital. El tema no es la queja contra el trabajo de vendedor ambulante sino que, simplemente, no conocen un no por respuesta. Si fueran Testigos de Jehová, en este país, esa sería la religión oficial porque es gente que jamás tira la toalla. No se van.  Nunca. Y les decís que no, y ponés tu mejor sonrisa, e inventás mil excusas para no comprar porque lo único que te interesa es sentir el sol cocinándote la cara mientras sostenés con tu esposa la típica charla conyugal carente de todo contenido útil, le decís que no tenés plata con vos, que sos alérgico a las ostras, que te queda una hora de vida y querés pasarla en paz junto al sol, lo que sea. Y no se van. Se quedan en cuclillas a tu lado y te dan una respuesta perfecta para cada excusa. “Si no tienes dinero, no hay problema, me dices en que hotel estás, como te llamas y te cobramos en el hotel” “Si eres alérgico a las ostras, no hay problema, mi primo está a dos pasos de aquí, lo llamo y el vende unas arepas riquísimas” Claro, la solución sería comprar algo para que se vayan. Pero si comprás a uno, vienen otros dos mas. Mi esposa (actual ex) contra mi consejo, compró a una pulserita. Al ratito teníamos a un ejército de vendedores ambulantes alrededor. Una vendedora hasta hasta ofrecía masajes. Y no se van. En un momento, harto de la diplomacia resolvés que tu esparcimiento en la playa debe finalizar. Tomás tus cosas y enfilàs para el casco urbano, ahí nomás, cruzando la costanera Claro, ahí también hay vendedores ambulantes y un viajero que quiere aprovechar su estadía no se va a encerrar en el hotel, vayamos a un cafecito Juan Valdez que es buenísimo y no hay en esta ciudad de Buenos Aires, el mas cercano está en Santiago de Chile Y en el camino al Juan Valdez los vendedores ambulantes te huelen, te miran con los ojos entrecerrados como el tiburón huele a su presa cercana y con la mirada le dice “Ya te vi, no te me vas a escapar” y con su mejor sonrisa de cortesía te abordan de a dos o de a tres. Y como son conocedores de la piel de turista, ya que con esa piel tienen empapelada su casa, captan tu acento y mientras arremeten con su negocio cuasi extorsivo te preguntan por Argentina, por Maradona, te dicen que aman a la Argentina y un montón de lisonjas de este país caído del mapa, o de fútbol local que a un nostálgico de su país o a un futbolero lo conmueven y lo llevan a abrir la billetera. A mi no, porque cada vez que debo regresar estoy el último día lamentándome porque tengo que volver a este pozo húmedo y espantoso que es Buenos Aires y la última vez que fui a la cancha fue cuando Los Andes ascendió a Primera, creo que en año 2000. Esto el vendedor no lo sabe y la llegada al Juan Valdez con tres vendedores (uno a cada costado y otro por detrás) es un momento de gozo enorme, como el maratonista que cruza la línea, porque el café tiene prohibida la entrada a los vendedores ambulantes. Queda regresar al hotel mas tarde, pero es algo menor. Contratamos un tour por Cartagena, es un lugar para conocer y no por no poder caminar tranquilo voy a regresar a Buenos Aires sin haber recorrido lo que pueda de ahí, y en el front desk del hotel venden dos tickets en algo llamado “Chiva”, que es un ómnibus sin ventanas y con asientos entablonados de madera. Por supuesto, sin aire acondicionado. El calor derrite. Pero al menos estamos en movimiento, hay que rescatar eso. La Chiva nos pasea por los principales puntos de la ciudad, algo lindo para ver realmente, y existe un acuerdo tácito entre el guía turístico y los vendedores ambulantes que nos miran bajar en plazas, costanera y sitios históricos y no se animan con nosotros, no se acercan a comer del contingente, como el tigre que rodea a una presa pero no la ataca porque sabe que el macho de la manada ya le puso el ojo. Saqué un montón de fotos. Finalizando la estadía, mi esposa, actual ex, quería volver a la playa lo que es mas que razonable porque la estadía anterior había sido de horita y

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Tarde/Noche en La Habana

Los problemas habían comenzado con mi decisión de ir a caminar por las calles del centro viejo de La Habana. Era mi primer viaje a Cuba y según la Lonely Planet, la calle Obispo era un lugar de visita obligada. Realmente lo era. Así que con mi ex, una tarde de calor insoportable de Julio, guía en mano, enfilamos desde el hotel donde parábamos, el Hotel Victoria –un lugar histórico donde vivió durante muchos años Juan Ramón Jiménez, el autor de Platero y Yo- hacia el centro viejo de La Habana para recorrer la calle Obispo, con su caudal histórico y de modernidad, hoteles centenarios, como el Ambos Mundos, donde vivió Hemingway, La Floridita, creador del daikiri, doblando en una callecita La Bodeguita del Medio y otros tantos lugares que ni recuerdo. Lo que sí recuerdo es que, en una esquina, tres jovencitos que nos reconocieron por nuestro inconfundible aspecto de turistas –bermudas, zapatillas, una riñonera y cara de imbéciles, básicamente- nos metieron calle adentro y a punta de cuchillo, nos sacaron lo que teníamos, que era bastante poco: fotocopia de pasaportes, la tarjeta de mi esposa, su cédula de identidad argentina, algo de dinero y su registro de conducir. Nos habían advertido que en La Habana perder el pasaporte podía derivar en una pesadilla –las autoridades cubanas presumían que el turista lo había vendido a un cubano- y que lo ideal era dejar casi todo en la caja fuerte de la habitación. Bueno, el tema es que volvimos al hotel, le avisamos al conserje del hecho, nos facilitó el teléfono del front desk para avisar a Visa La Habana del robo de la tarjeta, donde nos pidieron una presencia personal. Visa La Habana quedaba en una oficina en el Hotel Nacional, un hermoso hotel en la zona de Miramar. Allí fuimos. Al regresar, nos esperaba un patrullero. La mentalidad policial cubana había hecho que el conserje llamara a la policía para avisar del hecho. Un policía muy cordial me preguntó que pasó. Se lo expliqué, le dije que no precisaba ni valía la pena hacer la denuncia policial por cincuenta euros, fotocopias y documentos que en Cuba no valían nada y que podía rehacer en Buenos Aires. Menos cordial, el policía nos dijo que debíamos hacer la denuncia. Insistí en que no era necesario. El insistió, ya menos cordial. Subí a la habitación a buscar algo de dinero y los pasaportes originales y al bajar, mi ex ya estaba en el patrullero. Con el poder del Estado encima, y sin otra opción, viajamos en el asiento trasero de un Lada destartalado en medio de la oscuridad, por los racionamientos de energía, hasta la comisaría de la Policía Nacional Revolucionaria, que la recuerdo lejana. La única luz en la calle eran las luces del patrullero y sus focos azul y rojo. Los asientos eran de plástico duro, como todos los asientos traseros de patrulleros, donde viajan detenidos. Llegamos a la comisaría donde nos hicieron esperar un rato en unas sillas. El lugar era deplorable. Creo que cualquier destacamento de la bonaerense era mejor. Olvidate de aire acondicionado o de otros lujos. A lo lejos se escuchaba a un policía, educado, hablando con un detenido y convenciéndolo que estar detenido era lo mejor para el porque, borracho como estaba, era un peligro para el y para el resto. Al fin, un oficial nos hizo pasar al despacho del capitán. Nos pregunta que pasó, se lo comentamos. Su interés estaba fijado en saber que había pasado con los pasaportes, le dijimos que habían quedado en la caja de seguridad del hotel y que por eso estaban en nuestro poder. Se los mostré y respiró aliviado. “¿Entonces que quieren de nosotros?” pregunta. En realidad, no queríamos nada, estábamos ahí por el llamado del conserje del hotel a la policía, pero se me ocurrió algo. “Un certificado policial del robo del registro de conducir y de los documentos”, se me ocurrió. El tipo lo pensó un segundo y se puso a tipear, en papel membretado de la PNR. “¿Tienen como volver? Taxis por aquí no hay”, pregunta. “No, no tenemos”, le respondí. El policía le ordena a otro que nos alcance a nuestro hotel y allí volvimos. Le pedimos, en el camino, que nos deje en el Hotel Nacional en lugar del Hotel Victoria. El Hotel Nacional, para quien lo ha conocido, tiene un fondo especial, con vista al malecón, sillones de rattan y almohadones mullidos, una barra de primera y grupo de música espectacular. Creo que era lo que necesitábamos en ese momento. No hubo problemas. Bajamos del patrullero en el Hotel, que tiene una entrada embajadora larga, ante la mirada de todos los curiosos presentes. Y el día policial terminó sentados en esos sillones, escuchando buena música cubana y con un mojito en mano. Luego, un auto del hotel nos llevó al nuestro. Y esa mala experiencia no nos desanimó, volvimos a Cuba en tres ocasiones más. Y el certificado de la Policía Nacional Revolucionaria, que no sirvió para nada porque rehicieron todo lo perdido sin necesidad de ese certificado, está enmarcado en la casa de mi ex.         Por @grismetalizado

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